Dedos seguros, educación estética, disciplina, una autodefinición que Grete Stern encuentra en un cuento de Cortázar. Una mujer con corte a la garçon, pantalones y cigarrillo en la boca en los años 40 es el costado que transmitió su hija. La mejor fotógrafa del Museo, “miraba el mundo con ojos que no eran de ella y esa lejanía salía en las fotos”, se dice en La ciudad ausente de Ricardo Piglia. No sabemos cuán lejos o cerca está ese personaje ficcional de Grete Stern; en todo caso, tan próxima o distante como el escurridizo espacio que disputan realidad y ficción y que participan en los diversos modos de ver el mundo, entre los cuales los fotomontajes de Grete Stern constituyen un acontecimiento artístico excepcional. Las referencias que mencioné provienen de los cuatro epígrafes que encabezan cada sección del libro que hoy presentamos y que arman un sistema de elecciones críticas: la figura fantasma de una fotógrafa en el Buenos Aires de los 40, perdida en las páginas de una revista del corazón pero asumiendo el legado de las vanguardias; el análisis de su obra, una intervención artística novedosa y una salida laboral; la reflexión compositiva sobre estereotipos femeninos, decididamente tergiversados como contenido central de esa obra, su valoración y consideración crítica en el transcurso de estas últimas décadas.
La tapa muestra una escena callejera, cuerpos y sombras, siluetas que van a su paso, se cruzan y no se miran, autos, colectivos. Mudos desplazamientos para una imagen corrida, de contornos difusos que vuelve lejanos a cuerpos y objetos. La mitad inferior de la tapa con el título en una gráfica de letras rojas nombra por metonimia, la cámara de Grete y no a Grete y luego menciona el umbral, el leve pasaje que roza lo sensible y, por último su nombre, en letra menor, acompañando el título de la revista Idilio que le permitió participar del trío “frívolo a la vez que experimental” que constituyó con Butelman y Germani y en la que en principio ocupó un lugar secundario, sin firma, al lado del seudónimo de Richard Rest que usó el dúo de varones.
El libro de Paula Bertúa se ocupa de esto: de un episodio del arte local hacia la mitad del siglo XX, protagonizado por una extranjera que vino a instalarse en Buenos Aires huyendo del nazismo. Stern no regresó a Europa como Gombrowicz y tal vez así conquistó menos problemáticamente la posibilidad de que la consideráramos parte de nuestra historia visual. Los pasos que dio desde que llegó la fueron llevando por ámbitos sociales, artísticos y laborales donde el capital simbólico que traía se fusionó y se mezcló con las preocupaciones y efervescencias que la escena cultural ofrecía por entonces. Paula siguió cada uno de esos recorridos: los estudios que Grete hizo en Alemania, sus contactos con la Bauhaus, los dúos de nombres infantiles (ringl & pit) que formó con su amiga fotógrafa Ellen Auerbach los trabajos que encararon. No deja de bucear en cada uno de esos pasos, como tampoco en las instancias posteriores que protagonizó la exhibición de su obra y su salto a la consideración crítica y al museo en la década de los 90. Si la sustracción es una cualidad del arte del siglo XX según Badiou; la crítica, hay que decirlo, encara caminos contrarios. Puede darle la espalda a la exhaustividad o desentenderse de alcanzar un apretado y completo cerco sobre el objeto pero sin embargo, avanza por franjas cuidando que, esas napas que llamamos hipótesis y que no son más que un nudo de sentidos inciertos que tenemos que probar, vayan amarrando al objeto de investigación hasta que pueda ir soltando todas sus amarras y sospechas. Para concretarlo, Paula expone detalladamente el contexto de emergencia de la revista Idilio, la historia profesional de Germani y Butelman como receptores y autores del consultorio sentimental, el espacio de trabajo y amistad que conformaron con la fotógrafa, las posibles tensiones que se leían en las respuestas entre ese psicoanálisis casi de entrecasa y su condición de saber erudito, las miradas sociológicas al acecho de los imaginarios femeninos y los avatares de una industria cultural en crecimiento. Stern agregaba a estas alternativas una novedosa cuña que le permitía otro salto: ponía en primer plano el montaje y con él un acoplamiento vanguardista que resignificaban esos consejos de entrecasa que, por un lado, se ocupaban de poner en serie las ansiedades de un elenco de amas de casa y, por otro, trastornaban a través de la intervención de Grete, la escena visual de la revista. Las respuestas del consultorio asumían el consejo y las instrucciones para paliar el sufrimiento sentimental de mujeres encerradas en vidas domésticas o en sueños de liberación, ofrecían una respuesta identificatoria a las lectoras, sumida en la artificiosa unilateralidad de la recomendación profesional. El género de la divulgación encontró en el psicoanálisis un campo propicio para desplegar recomendaciones acerca de cómo alcanzar la felicidad en la vida en pareja, durante el noviazgo o en el matrimonio. Hugo Vezzetti en sus libros sobre psicoanálisis se ha referido ampliamente a este tema. Eva Giberti con su Escuela para Padres, unos años después, continuaba con ese dispositivo didáctico referido a las relaciones entre padres e hijos. La época, el país y sus instituciones tenían que hacerse cargo de esos nuevos sujetos que ingresaban a la modernización y una de las maneras de hacerlo era a través de los instrumentos que ofrecían los medios de comunicación en pleno período de expansión. El peronismo por esos años también inventaba nuevas pedagogías que, aunque de cuño conservador en cuanto a los modelos de madre y esposa, se permitía conmover a esas figuras por el descubrimiento de un nuevo modo de participación familiar a través de la militancia de las mujeres en sindicatos y unidades básicas.
Grete Stern no pretendió hacer inteligible ninguna pedagogía. En cambio, se valió de un gesto ostentoso de extrañamiento de cuerpos y poses, colocados en el borde de abismos, en los umbrales de amenazantes caídas que rozaban y contaminaban el espacio de lo sensible, abriéndole grietas y fisuras. Con gesto almodovariano amplificaba los cuerpos de las mujeres, las volvía gigantes a punto de protagonizar un ataque de nervios o fetiches irónicos de una imprevisible jugada onírica. Los cuerpos de las mujeres de Grete Stern dan miedo, aparecen encerradas en jaulas, con rostros duplicados al infinito en el espejo, con pies echando raíces en el espacio rutinario de una oficina. Aunque se trate de un miedo localizado, circunscripto a las cuatro paredes del hogar, a las pantallas del sueño o a los contornos del plano fotográfico, aunque sus cuerpos excedidos y desproporcionados avancen con pasos sigilosos entre los tomos de una biblioteca y consuman flores y frutos como se ve en Un sueño de frutas, en el que la pose artificiosa de una mujer miniaturizada camina entre lomos de libros, el tratamiento textual al que son sometidos provoca el extrañamiento de la mirada, altera el reconocimiento de lo sensible conocido volviéndolo siniestro.
Bertúa analiza y comenta los textos de las columnas y los pone en relación con la operación visual de Grete Stern para observar los deslizamientos de sentido que existen entre una y otra zona, principalmente en las interpretaciones sobre los imaginarios y las representaciones femeninas. Stern parece realizar una vuelta de tuerca más en el conjunto de estas valoraciones de género que promovía la época. Con las poses elegidas no solo parodia los gestos de las heroínas de las novelas sentimentales sino también la voz de los especialistas que reforzaban configuraciones patriarcales muchas veces conciliadoras. Bertúa analiza minuciosamente algunos de los fotomontajes, rastrea en la historia o en la cultura los significados de ese mundo de objetos que las fotos presentan, pone en duda las ideas cristalizadas sobre cultura de los medios y sus encuentros con los procedimientos de vanguardia, da cuenta de las genealogías presentes en determinadas tramas conceptuales o críticas, deslinda el alcance de las miradas o discute los abordajes críticas que evaluaron estos materiales. Así cuando observa que a menudo se han caracterizado los fotomontajes de Stern como composiciones paródicas de los sueños de las lectoras, Bertúa puntualiza que el tono irónico de los fotomontajes es “una estrategia retórica que en muchos casos opera fundamentalmente en el contenido del texto interpretativo”. En síntesis y según sus palabras, Stern produce un gesto excepcional, logra subvertir el lugar subalterno asignado a la imagen y posibilita su autonomía.
Los Sueños hablaban de sueños, mejor dicho de pesadillas y en esto reside la fascinación que provocan, unida a ese costado ideológico que la composición de las escenas prefiguran y que se traduce como un malestar femenino de sujetos que se movían como peces en las aguas inquietas de la modernización, padeciéndola o celebrándola. Parte del sentido del siglo XX, por lo menos del codo que traían los 50, fue subjetivado en la obra de Stern al punto que no sé si podríamos seguir pensándolo si no contáramos con esas imágenes que constituyen, como señala Paula al final, un inconciente fotográfico.
Hace ya unos cuantos años que Paula se acercó a mí buscando una directora de tesis. Armamos desde entonces una sociedad que continúa. Ella traía un capital propio, ya había decidido poner en contacto a la literatura, su carrera de origen, con la plástica y la historia visual en las que se estaba formando en el cursado de una maestría en Artes. Venía con Grete, con los Sueños debajo del brazo y con el deseo en trance para bucear los sentidos que allí tenían lugar. El proceso se corona hoy con la presentación de este libro que ahora leí estrenando la mirada y renovando la lectura. Me sorprendí al descubrir en el recorrido de los materiales que ya conocía un mismo interés. Sin duda porque su prosa exhibe una energía diferente; para mí una nueva constatación de un trabajo reflexivo de armado y de costuras precisas. No quiero confundirlos, no se trata de un elogio insustancial ni de circunstancias simplemente quiero aprovechar esta ocasión y darme el gusto: la manifestación de la alegría de que este libro se haya publicado y que, creo, el espacio de la presentación me autoriza.
Nora Domínguez
Texto leído el 14 de junio de 2012 en Centro Cultural Caras y Caretas
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