Herramientas de la Red de Historia de los Medios | Año 2 | N° 7 | 2012 Industria, arte y política: La modernidad cinematográfica en Argentina (1955-1976)
Primera parte : estado, industria y vanguardia Fernando Ramírez Llorens ReHiMe | Red de Historia de los Medios
CABA | Argentina | 2012
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1955: comienza la función
En el año 1955 se estrenan en Buenos Aires 43 películas de largometraje producidas en Argentina, un número importante aún comparado con los mejores años que había vivido la cinematografía local. En el contexto de América Latina, el país no sólo era uno de los principales productores de films junto a México y Brasil, también era de los más importantes en cuanto a la expansión del cine como entretenimiento de masas. Sólo en la ciudad de Buenos Aires había más de 200 cines, y existían salas en todas las ciudades del interior, incluso en pueblos pequeños de 500 o 1000 habitantes.
Sin embargo, la cinematografía como negocio estaba experimentando tensiones importantes que iban a acentuarse en los próximos año. La producción local estaba perdiendo presencia en los mercados latinoamericanos desde la década del ‘40 a costa de la expansión de la industria mexicana, lo que desafiaba a la mayoría de las películas argentinas a recuperar los costos y alcanzar un margen de rentabilidad en el mercado interno. Esto era a su vez dificultoso por dos razones. Por un lado, por la baja rentabilidad del cine en comparación con décadas anteriores. Para 1955 el costo de vida había aumentado cinco veces en relación a 1945 mientras que las entradas no habían llegado a aumentar al doble, debido a la regulación de precios que ejercía el gobierno de Perón, el cual consideraba que el cine, como esparcimiento de masas, debía ser económico. Por el otro lado, la importante competencia de las majors y minors norteamericanas, a partir de sus filiales locales, se había incrementado en los últimos diez años. Si bien estas empresas estaban presentes en Argentina desde la década del ’20, desde fines de los ’40 se encontraban embarcadas en una agresiva política de incremento de la rentabilidad de los mercados extranjeros, debido a dos cuestiones: las oportunidades que se les abrieron con el descenso de la producción europea producto de la Segunda Guerra Mundial, y la pérdida de rentabilidad en el mercado estadounidense tanto a partir del llamado fallo Paramount (que obligaba a los estudios a desinvertir dentro de Estados Unidos y provocó que estos se reorientaran principalmente como empresas distribuidoras) como del descenso de concurrencia de público en el propio Estados Unidos debido a la expansión de la televisión. A nivel mundial, las majors estaban organizadas en la Motion Pictures Export Association (MPEA) que funcionaba formalmente (es decir, avalada según las leyes de Estados Unidos) como un oligopolio orientado a darse una única política y a ofrecer un único canal de negociación para todo el mundo.
En 1955, aún con los cupos de importación de películas establecidos por el gobierno, las majors comercializaron el 53 por ciento de las películas estrenadas, correspondientes al 60 por ciento de los estrenos de films extranjeros. La participación de estas empresas en el mercado local era mayor aún que el volumen de las películas distribuidas dado que estas empresas comercializaban los grandes éxitos de taquilla: films con las grandes estrellas de Hollywood, apoyadas por importantes campañas publicitarias y a la vanguardia de las novedades tecnológicas del momento: la película a color y el cinemascope.
Estas tensiones mostraron toda su fuerza cuando en 1956 el gobierno de Aramburu liberó por completo la importación de películas y eliminó los subsidios a la producción argentina (aunque no liberó por completo el precio de las entradas). Como consecuencia, a fines de 1956 no se estaba rodando ninguna película en el país (en todo el primer semestre de 1957 no habría ningún estreno argentino) a la vez que fue el mejor año de toda la historia del cine local en cuanto a entradas vendidas (75 millones). Esto daba un gran argumento a quienes sostenían (los dueños de las salas a la cabeza, que resistían la obligación de proyectar cine argentino porque consideraban que no resultaba buen negocio) que el cine argentino no era viable económicamente porque no atraía al público y por tanto no debía ser apoyado por el Estado. Un argumento alternativo sostenía que era el apoyo del Estado lo que lo había perjudicado, dado que una rentabilidad relativamente asegurada había estimulado el desarrollo de películas mediocres orientadas exclusivamente a capturar los beneficios del fomento estatal, por lo cual se le hacía un bien haciéndolo competir en igualdad de condiciones con las producciones extranjeras. Estas conclusiones no eran necesariamente válidas por razones que resultaría extenso desarrollar aquí, pero expresan la difícil posición de los productores locales, flanqueados de un lado por la competencia de las distribuidoras de origen extranjero y del otro por la oposición de los exhibidores locales, que en momentos puntuales llegó al boicot abierto.
Un panorama de la segunda mitad de la década del ’50 quedaría incompleto si no prestamos atención a lo que pasaba fuera del circuito comercial. Un hito importante de la época es el surgimiento de ofertas de formación y espacios de experimentación en cine. Hasta ese momento, el cine era un oficio que se aprendía haciendo en el único ámbito de producción regular que existía: la realización comercial de los estudios cinematográficos. A partir de 1954 se comienzan a desarrollar los primeros cursos universitarios orientados al tema. La Universidad de La Plata, la del Litoral y la de Córdoba crean carreras de cine, punto de partida para la formación y fortalecimiento de nuevos grupos de realizadores. En todos los casos se trata de experiencias que involucraron a un grupo muy acotado de personas, pero de todas maneras generaron un impacto importante dado que el ámbito cinematográfico resultaba de por sí pequeño y porque el vínculo con la universidad implicó un ámbito de relativa autonomía con respecto a las empresas cinematográficas tradicionales y al Estado. El período también se caracteriza por el auge de los cineclubes, los que muchas veces tenían vínculos más o menos directos con las universidades y con los festivales cinematográficos, cuyo apogeo también es propio de esta época. Hacia 1965 el Instituto Nacional de Cinematografía calculaba que en todo el país existían 40.000 socios de cineclubes y se desarrollaban anualmente siete festivales de cine en Argentina. Esto habla de un fenómeno no tan acotado, que aportaba a la consolidación de gustos de un público especializado y un espacio alternativo para la circulación de películas de directores que no tenían cabida en las salas comerciales. En conjunto, las escuelas, cineclubes y festivales formaron parte de redes culturales que contemplaron espacios de exhibición de producciones, publicaciones, jornadas, asociaciones de realizadores y ámbitos de formación, experimentación y debate que darán lugar a una renovación estética y de contenidos. En estos espacios se forjaron nuevos cineastas pero también nuevo público, interesado por la renovación estética y temática que, partiendo de Europa, se iba extendiendo hacia Asia, América Latina y el propio Estados Unidos, y que iba a consolidarse en lo que se llamó modernidad cinematográfica. Es el momento en que termina de desarrollarse una conciencia del lenguaje cinematográfico, de asentarse una práctica cinematográfica basada en la reflexión teórica sobre las posibilidades de expresión y comunicación del cine. Es la consolidación de un tipo de cine, que a partir de entonces se comenzó a denominar comúnmente cine de autor, transversal al cine clásico institucionalizado por Hollywood.
La revisión del pasado reciente, la búsqueda de nuevos temas
y la actualización de fórmulas probadas
A fines de 1955 el gobierno de Aramburu encarcela a los directores de cine Luis César Amadori (el director de películas más prolífico durante el peronismo), Hugo del Carril (un cantor y actor inmensamente popular, que había dirigido quizás la película más aclamada del período: Las aguas bajan turbias) y a los hermanos Angel y Atilio Mentasti (los dueños del mayor estudio del país: Argentina Sono Film), por un cargo impreciso de contrabando de películas. En este clima de brutal hostilidad al peronismo propuesto por la Revolución Libertadora (que llegó a su punto culminante con el decreto 4161 que prohibía la mención de la palabra Perón), una cantidad de películas realizadas entre los años 1956 y 1958 abordó la experiencia del peronismo en un tono radicalmente crítico. Si durante el peronismo las películas distinguían un pasado de sufrimiento y un presente donde el Estado brindaba respuestas, estas obras ubicaban el origen de todos los males del país (pobreza, corrupción, intolerancia política y persecución, tortura) en el reciente período peronista.
Este tipo de abordajes lineales sobre el gobierno peronista, sin embargo, va a durar poco, ya sea por la posterior decepción que cundió en muchos de los que apoyaron el golpe de 1955, ya sea por la irrupción de otros realizadores con intereses diversos. Tanto desde la ficción como desde el documental surgieron obras que presentaban una realidad política y social mucho más compleja y que trascendía con creces al peronismo. Fernando Ayala, que para entonces tenía una trayectoria de casi quince años en la industria cinematográfica y tres largometrajes en su haber, estrena en 1958 El Jefe y en 1959 El Candidato. La primera presenta a un grupo de estafadores. Su jefe es un porteño ventajero y compadrón, pero no está presentado en la película como un personaje simpático sino, al contrario, resulta completamente revulsivo, poniendo en debate los valores de la “porteñidad” o de la “argentinidad”. En la película se presenta la corrupción política de manera abierta: el jefe hace negocios con un “grande” que tiene contactos en el gobierno. El candidato, a su vez, refiere de manera directa a la actualidad política, presentando un mundo de corrupción, demagogia y oportunismo que remite tanto al pasado peronista como al período posterior que se estaba viviendo.
La situación social también fue abordada en la época a través del cortometraje. David José Kohon, crítico cinematográfico de Mundo Argentino, había aplaudido entusiasta desde las páginas de la publicación la persecución que la dictadura de 1955 realizó sobre los cineastas relacionados con el peronismo. Para 1958 su optimismo sobre la Revolución Libertadora y lo que le siguió se había agriado al punto de realizar este cortometraje que, en sus propias palabras, definió como “una puteada”.
Kohon se había formado viendo películas en el cineclub Gente de cine, donde tenía acceso a obras que no circulaban por las salas comerciales. Otro miembro de la generación del 60, Fernando Birri, en cambio, se había formado en el Centro Sperimentale de Roma. Eran parte de esta nueva oleada de realizadores que se habían forjado al margen de los estudios cinematográficos. Tire Dié de Birri y el ya mencionado Buenos Aires comparten, a partir de preocupaciones iniciales disímiles, la idea de trasladar la cámara hasta el lugar de los sucesos para registrar y denunciar la realidad. En este sentido provocaron una inmensa ruptura con la cinematografía de los años anteriores.
Una relativa novedad de la época es el vínculo entre cine y literatura argentina. En el período peronista, fue frecuente la adaptación de clásicos de la literatura universal. A fines de los ‘50 se da una relación más estrecha y cercana en el tiempo entre directores y escritores argentinos, que muchas veces incluyeron la colaboración de unos y otros en la confección del guión cinematográfico. David Viñas fue el guionista tanto de El jefe como de El candidato, además de Dar la cara (Martínez Suarez, 1962). La colaboración entre Beatriz Guido y Leopoldo Torre Nilsson se tradujo en más de quince guiones cinematográficos, varios de los cuales fueron adaptaciones de sus novelas o cuentos. Pocos años después Manuel Antín llevaría a la pantalla cuentos de Julio Cortázar. Uno de los mayores éxitos de la época fue Rosaura a la diez (Soffici, 1958), basado en la obra y guionado por Marco Denevi. Augusto Roa Bastos trabajó con sistematicidad como guionista, realizando doce guiones basados en obras propias o ajenas.
Por supuesto, en la época también podemos observar fuertes continuidades en relación al cine de factura más comercial del período anterior. La más representativa de ellas la podemos encontrar, probablemente, en la obra de Enrique Carreras. Empresario dueño de la productora General Belgrano, Carreras dirigió cien películas entre 1951 y 1991 (fue el director de largometrajes más prolífico de la historia del cine argentino). Buena parte de su trayectoria se basó en la transposición cinematográfica de programas y personajes televisivos (El Club del Clan, Los Campanelli, los españoles Gaby, Fofó y Miliki, Mingo y Aníbal), extensiones de los éxitos del teatro de revistas (Alfredo Barbieri y Amelita Vargas, Olmedo y Porcel), el abordaje en clave sensacionalista de temas de actualidad y la revisión de viejos éxitos del cine argentino. Carreras fue, a principios de los ‘50, el principal impulsor de la carrera cinematográfica de Lolita Torres, una actriz y cantante muy popular de la comedia musical. A mediados de los ‘50, ya independizada de Carreras, la figura de Lolita Torres estaba en pleno auge. Sin embargo, el musical va a sentir la influencia de las nuevas tendencias, que exigirán una actualización. Desde mediados de los ‘50 comienzan a llegar a Argentina films de origen norteamericano que abordaban el género. The blackboard jungle (Semilla de maldad, Brooks, 1955) fue, según destaca Valeria Manzano, una película crucial en la emergencia del furor por el rock, aunque más no fuera porque introdujo como novedad un tema de Bill Halley en los títulos de apertura y cierre. La película se estrenó en Argentina el mismo año que en Estados Unidos.
Rápidamente llegarían otras. Rock around the clock (Sears, 1956), protagonizada por Bill Halley y Los plateros, también llegó a Buenos Aires el mismo año de su estreno en Estados Unidos. En 1957 se estrenarían Shake, Rattle and Rock (Cahn, 1956) y Rock rock rock! (Price, 1956). A partir de 1958, a las películas estadounidenses sobre rock se sumarían las mexicanas. Aprovechando la novedad, en 1957 se estrena, con guión de Enrique Carreras, Venga a bailar el rock (Stevani, 1957). La película, primera comedia musical argentina que incluye los ritmos de la nueva ola, no se trata en rigor de una novedad, sino más bien de una actualización que continúa inscripta en la vieja comedia musical (presenta números de zarzuelas, jazz, cha cha cha, salsa, pero incorporando algunos números de rock interpretados por los mismos músicos que antes se habían destacado en otros géneros, como Eddie Pequenino, un jazzista que ejecutaba rock para la ocasión). Desde las primeras películas queda inaugurado el abordaje temático de la juventud como grupo social a través de estas comedias musicales, a partir de definirla como una edad sin preocupaciones, que se expresa a través del canto y del baile, y cuyo principal conflicto reside en la incomprensión de las generaciones mayores.
Con el tiempo irán surgiendo músicos nuevos y la fórmula de mezclar géneros musicales novedosos junto a otros clásicos a partir de combinar músicos de moda con otros ya consagrados funcionará mucho tiempo más, como en Ritmo nuevo, vieja ola (Carreras, 1965) o Siempre fuimos compañeros (Siro, 1973). También comenzarán a realizarse películas más exclusivamente orientadas a los nuevos ritmos y las nuevas estrellas. En la década del 60 abundarán las películas especialmente destinadas a explotar la popularidad de los nuevos ídolos musicales, de los cuales los casos más destacados fueron los de Palito Ortega desde mediados de los ’60 y Sandro desde fines de esa década. Estas películas fueron por regla fenomenales éxitos de taquilla, con lanzamiento simultáneo en la ciudad de Buenos Aires, el conurbano y las principales ciudades del interior. Otras películas de gran éxito en el cine más orientado a la búsqueda del rédito de boletería fueron las películas llamadas “alojamiento”. A partir de La cigarra no es un bicho (Tinayre, 1963), la repetición de la fórmula de comedia de enredos (que muchas veces transcurría dentro de un albergue transitorio o en un espacio que funcionaba como tal) fue tan reiterada que terminó generando una verdadera suerte de subgénero.
Cambios en la política cinematográfica y nuevos realizadores
Las políticas del gobierno provocarán que se estimule el desarrollo de este tipo de cine, pero también generarán transformaciones de importancia. Entre 1957 y 1958 se sanciona y reglamenta el decreto 62/57 que estableció una batería de medidas de protección y fomento de la producción cinematográfica, la mayoría de las cuales estaban concentradas en torno a la creación del Instituto Nacional de Cinematografía (INC, antecedente de lo que hoy es el INCAA). Al sistema de créditos y las cupos de exhibición de producciones nacionales que ya existían en la época peronista (aunque con modificaciones importantes) se les sumó un sistema de subsidios que consistía en el pago de un adicional por cada entrada vendida por una película nacional (llamado “recuperación industrial”), y un generoso sistema de premios económicos a las quince mejores realizaciones de cada año (es decir, aproximadamente la mitad de las películas realizadas).
A partir de este sistema, una película, sin necesidad de ser un éxito rotundo de público, podía ser de todas maneras rentable, o, planteado al revés, ya no resultaba tan riesgoso, desde el punto de vista de los capitales invertidos, realizar una película. En este sentido, el sistema de fomento funcionaba como un gran estímulo para que los nuevos realizadores probaran suerte en el costoso largometraje, pero a la vez esa rentabilidad (cuota de pantalla + subsidio por entrada vendida + premio) claramente tendía a beneficiar a las películas más taquilleras. Por un lado, la recuperación industrial, al ser proporcional a la cantidad de entradas vendidas por una película, premiaba directamente los éxitos de público. Por otro, la mayoría del jurado que otorgaba los premios incluía a directores, actores, críticos, guionistas, técnicos, “el mundo del cine”, por decirlo de alguna manera, en definitiva ni más ni menos que los propios empleados de las productoras. Más allá de que los premios estaban sospechados de estar arreglados a favor de los principales estudios de la época (Argentina Sono Film y en menor medida Productora General Belgrano), lo concreto es que muchos de los jurados eran fuertemente influenciables por estas empresas que, en definitiva, les daban trabajo. En este sentido, el sistema de fomento a la producción cinematográfica era en la práctica tanto una puerta de entrada para nuevos realizadores con intereses de renovación como un estímulo para asegurar la repetición de fórmulas exitosas que beneficiaban a los productores mejor posicionados.
Este sistema permitió que varios directores reconocidos se consolidaran como productores. Lucas Demare (productora Huincul), Hugo del Carril (Tecuara) y Leopoldo Torre Nilsson (Ángel) recibieron dinero por todas las películas que produjeron en los siete años que duró el sistema de premios. El caso más notorio es el de Fernando Ayala y Héctor Olivera, que habían formado Aries en coincidencia con el inicio del nuevo sistema de fomento y recibieron premios por las siete películas realizadas en esos años.
(link | Reportaje a Héctor Olivera donde relata la vida en los estudios de cine y sus comienzos.)
Para los recién llegados de la generación del ‘60 también hubo lugar: Antín (dos películas) y Kuhn (una) recibieron premios por los largometrajes que produjeron. Si observamos la situación por director, Antín fue distinguido por las cinco películas que realizó, Kuhn fue galardonado por sus tres obras, Kohon ganó por dos de sus tres filmes. Observando este panorama, resulta difícil sostener que el sistema estuviera cerrado a los nuevos realizadores: muchos accedían a créditos, subsidios y premios (o conseguían productores que accedieran), lo que les permitía filmar películas y evitar pérdidas o alcanzar ganancias modestas.
La contrapartida de lo recién dicho es que también se observan grandes derrotados dentro de la nueva generación. Lautaro Murúa es ignorado en la premiación del INC tanto por Shunko (1960) como por Alias Gardelito (1961), las películas por las que se había alzado dos veces seguidas con el premio a la mejor película en español en el Festival de Mar del Plata. Igual suerte corrieron Simón Feldman, Ricardo Becher y Ricardo Alventosa, a pesar de que la crítica cinematográfica de la época acompañó a sus películas con cierto fervor. Y es que la misma política que facilitó el salto al largometraje de los realizadores agrupados en la generación del ‘60 fue la que estableció los límites de la experiencia.
Probablemente uno de los casos paradigmáticos haya sido Los inundados (1961), de Fernando Birri. La película narra la historia de una familia pobre que, debido a la crecida del río, se ve obligada a mudarse a un viejo vagón de tren. El filme resultaba fuertemente impugnador del sistema político porque mostraba la utilización electoral de los inundados, el maltrato de la policía, el sinsentido de la burocracia y la ausencia de respuestas por parte del Estado. Pero era fuertemente disruptivo, también, porque la historia está planteada en tono de comedia y construida a través de personajes muy distantes de la perfección y la solemnidad con la que se solía retratar a la pobreza. Como varias otras películas de la generación del 60, Los inundados fue calificada “B” por una junta compuesta por productores, distribuidores, exhibidores y funcionarios estatales. El régimen de fomento de la producción nacional estaba atado a que la película fuera evaluada como “de calidad”, por esta junta, con el argumento de que si el régimen de fomento estuviera disponible para todos los largometrajes, se estimularía la realización de filmes de mala calidad con el único objetivo de cobrar los beneficios del Estado. Entonces, sólo las obras calificadas A obtenían el subsidio a la recuperación industrial y la obligatoriedad de exhibición (e incluso la autorización para exportación), lo que implicaba un golpe económico muy importante para los productores de películas calificadas B y la ruina inevitable, en términos comerciales, de la película. Pero allí no terminó el sabotaje oficial a Los inundados. Invitada a través del INC a los festivales de Cannes y Locarno, el organismo sencillamente no cursó las invitaciones al realizador de manera de evitar la participación del film. Tampoco la incluyó en las semanas de cine argentino que organizaba en el exterior. En contrapartida, en los festivales en los que la película participó por su cuenta (Karlovy Vary, Venecia y Acapulco) cosechó premios, lo que pone en cuestión el argumento de la baja calidad de la película. Previsiblemente, tampoco recibió el premio económico del INC.
Las novedades de Fox para 1955 incluyen a las grandes estrellas femeninas del momento Olivia de Havilland y Bette Davis, junto a la bomba sexual Jane Russell y una tal Marilyn Monroe que, según se dice, derretirá la pantalla con su sensualidad.
Tiempo de cine, publicación del cineclub Núcleo, agrupaba a una cantidad importante de críticos cinematográficos. Sus páginas cubrían las novedades de las vanguardias cinematográficas italiana, francesa, inglesa y norteamericana, apoyaba con entusiasmo a los nuevos realizadores argentinos y despotricaba contra la política estatal hacia el cine.
Fragmento de Después del silencio, de Lucas Demare, uno de los mayores éxitos argentinos de 1956. Los roles protagónicos correspondieron a dos actores retornados del exilio: Arturo García Buhr y María Rosa Gallo.
Buenos Aires, de David José Kohon, ganador del Gran Premio de la crítica al mejor cortometraje en el Festival de Mar del Plata de 1959. El corto fue concebido como un documental institucional sobre un plan de viviendas del gobierno de Frondizi que nunca fue llevado adelante. Kohon siguió adelante con su obra, pero abandonó el registro institucional para proponer algo totalmente diferente.
Un muchacho como yo (Carreras, 1968) repite un argumento presente en muchas de las películas de Palito Ortega. Él es un joven músico y, como buen joven (y como buen artista), vive despreocupado por las obligaciones del mundo: el estudio y el trabajo. Pero el amor de una mujer termina haciéndolo “entrar en razón”, por lo que busca un empleo y se casa. A su vez, también se reitera en las películas el hecho de que su esposa deja sus estudios para “cuidar el hogar”. Por regla, siempre planean tener muchos hijos. Juventud rebelde, en clave conservadora.
Los inundados, de Fernando Birri, fue protagonizada por actores marginales. Pirucho Gómez era payador, guitarrero y bailarín del circo criollo de los hermanos Podestá, vivía en un rancho en la Boca del Tigre en Santa Fe, como su personaje, y como éste sufría las inundaciones. Lola Palombo, también del circo criollo y de la compañía teatral de Luis Arata, era una figura importante del radioteatro local. Miembros de murgas, actores vocacionales, pescadores, completaban el reparto.
La crítica cinematográfica de la época coincidía en considerar que las películas eróticas eran de mala calidad, a pesar de lo cual, por ser productos de la cinematografía industrial, no tenían problemas para conseguir la calificación A, entregada por la propia industria. Quino imaginó así las sesiones de la Junta Honoraria de Calificación. Revista Tiempo de Cine nº 3, octubre de1960, p. 32.
Algunos de los realizadores de la generación del 60 a quienes se les cerraron las puertas del largometraje, subsistieron en el cortometraje, apoyados por otro organismo estatal creado en 1958: el Fondo Nacional de las Artes (FNA). Este fondo era (y continúa siendo) un sistema de financiamiento de expresiones artísticas que incluía al cine y que, en el momento de su creación, se concibió como un vehículo para la modernización cultural del país. Durante los quince años siguientes la Asociación de Realizadores de Cortometrajes insistirá sin éxito en la exhibición obligatoria de cortos como complemento de largos en el circuito comercial, debido a la resistencia de los exhibidores (quienes lo consideraban un perjuicio económico porque les extendía la duración de los programas y consecuentemente les exigía reducir la cantidad de funciones diarias y porque el dinero para pagar la exhibición de los cortos debía salir del precio de la entrada, lo que implicaba reducir la ganancia del exhibidor o aumentar el precio de la entrada). Esta resistencia al estreno comercial de cortos redujo sin dudas el impacto de la experiencia, pero de todas maneras durante la década del ‘60 el FNA financiará la realización de al menos 90 cortometrajes. Si bien estos estaban limitados temáticamente (los cortos debían tratar sobre expresiones artísticas y culturales –plástica, música, arquitectura, teatro o expresiones folklóricas-) de todas maneras (y en buena medida en razón del propio encuadramiento temático) el FNA fue un espacio de experimentación y práctica alternativo al circuito comercial.
El otro espacio privilegiado de realización de cortometrajes fueron las escuelas de las universidades, donde realizar un corto era un requisito de los últimos años de la carrera. Un trabajo de reconstrucción coordinado por Fernando Martín Peña encontró 23 cortometrajes realizados en el marco del Departamento de cinematografía de la Universidad de La Plata. Otro trabajo, realizado por Ana Mohaded, que reconstruye la producción fílmica del Departamento de Cinematografía de la Universidad de Córdoba contabiliza más de 80 cortometrajes realizados entre fines de los 50 y mediados de los 70. Estos números permiten tener una dimensión de la importancia de la producción de cortometrajes, más allá de su escasa circulación. El rectorado de la Universidad de Tucumán y el Instituto Cinematográfico de la UBA fueron también ámbitos de realización de cortometrajes.
Más allá de que cada experiencia tuvo su propia dinámica, cabe destacar, como conclusión global, que la mayor parte del cine considerado “independiente” en la época (sea de largo o de cortometraje) en realidad estaba limitado por el Estado, pero de manera contradictoria. Los espacios que se cerraban en el largometraje a causa de la oposición de los funcionarios y empresarios cinematográficos que actuaban dentro del aparato estatal, se abrían en organismos estatales autónomos como el FNA y las universidades. Por decirlo de otra manera, la producción cinematográfica nacional era totalmente dependiente del Estado, pero este no tenía una política global y única para el cine.
Los realizadores de la generación del ‘60 cuestionaban el cine comercial que se realizaba en Argentina, pero la crítica no alcanzaba a cuestionar al propio cine en tanto industria. Como planteó Rodolfo Kuhn, “en aquel momento todos teníamos la fantasía de que nos íbamos a insertar en las estructuras de la industria”. Algo similar puede decirse del apoyo estatal: lo que criticaban los nuevos realizadores era la corrupción del sistema de fomento, pero no el apoyo en sí mismo. Sin embargo, en cuanto al contenido de las películas, cine industrial y cine de autor funcionaron como banderas, como eslóganes, que disociaron por completo a dos bandos que no dieron cuenta de la existencia del otro. Una notable excepción es el cine de Rodolfo Kuhn, que entre 1965 y 1969 realiza tres películas seguidas en las que aborda tópicos recurrentes del cine comercial en clave crítica. En Pajarito Gómez (1965), a partir de la historia de un cantante nuevaolero (el nombre de la película es un evidente juego con el nombre de Palito Ortega) realiza una crítica de la industria musical. En Turismo de carretera (1968) recupera una historia de deportes (fútbol, box y automovilismo eran temas recurrentes del cine comercial) pero con la intención de profundizar en la explicación de la pasión por el fenómeno. Ufa con el sexo (1969), retoma el tema del sexo en las comedias picarescas pero lo subvierte para realizar una crítica de la hipocresía con que la sociedad abordaba la temática.
Filmar para afuera
En 1962 el gobierno de Guido presenta un proyecto de ley denominado “6 a 1” que consistía en la obligación de que las distribuidoras comercializaran una película argentina por cada seis extranjeras. La medida apuntaba, en la práctica, a que las distribuidoras se involucraran en la financiación de la producción de películas argentinas. El 6 a 1 era una idea similar a una política que había querido implementar España en 1955 y que derivó en un boicot por el cual las distribuidoras norteamericanas dejaron de operar en el mercado español por espacio de tres años. Por eso, cuando un representante de la MPEA anunció que las empresas distribuidoras norteamericanas se retirarían del país, la amenaza sonó real. El conflicto por el 6 a 1 duró más de dos años, en los cuales las distribuidoras norteamericanas mostraron que tenían poder suficiente para bloquear medidas de gobierno que fueran en contra de sus intereses. ¿Y cuál era en este caso el interés de estas distribuidoras? Sencillamente, no sentar un precedente. Aceptar la imposición de esta condición implicaba, desde su punto de vista, abrir la posibilidad de que otros países intentasen imponer condiciones similares (México, por caso, estaba debatiendo un proyecto similar al 6 a 1 en el mismo momento). En definitiva, estas empresas se daban políticas regionales y mundiales antes que nacionales, y en ese contexto esta medida era inaceptable.
Sin embargo, esto no quiere decir que las empresas cinematográficas norteamericanas no invirtieran en las realizaciones locales. Las relaciones entre distribudoras norteamericanas y directores locales en la época fue acotada, pero relevante, como veremos en los casos de Torre Nilsson, Armando Bo y Emilio Vieyra.
Leopoldo Torre Nilsson era hijo y sobrino de directores cinematográficos. Cuando falleció en 1978, a los 54 años, llevaba casi 40 de trayectoria en el mundo del cine. A partir de su décima película, La casa del ángel (1957), comenzó a tener una importante proyección internacional, al punto que en la época llegó a ser valorado como uno de los mejores directores cinematográficos del mundo. Se lo considera precursor de la generación del ‘60 por haber sido fuente de inspiración y orientación. Pero no es menor su aporte a este grupo en términos de utilizar su prestigio internacional para ayudar a la proyección de otros realizadores. En esta tarea se encontró varias veces con la indiferencia o la abierta oposición del Estado. Dos ejemplos: en 1962, su voz fue la única que se alzó para protestar por el premio que se le negó a Los Inundados. En 1966 el INC impidió el envío de obras de Rodolfo Kuhn, Lautaro Murúa y Leonardo Favio a una muestra en el Museo de Arte Moderno de Nueva York, a donde habían sido invitadas gracias a la gestión de Torre Nilsson.
Su proyección internacional le permitió dirigir con mayor holgura, sobre todo entre 1964 y 1966, años en que realizó cuatro coproducciones con Estados Unidos. Sin embargo, el propio Torre Nilsson tuvo dificultades con el Estado. Si bien consiguió varios premios del INC en el período 1958-1966, a partir del golpe de Onganía la mejor forma que encontró de evitar encuentros con la censura fue la filmación de temas épico-históricos que eran estimulados explícitamente dentro de la política del INC desde 1968. Martín Fierro (1968), El santo de la espada (1970), Güemes, la tierra en armas (1971) no incluyeron, desde ya, revisionismos profundos ni puntos de vista críticos. Cuando el apoyo del Estado le fue retirado por completo, la proyección internacional de Torre Nilsson le permitió, a diferencia del resto de los productores autoproclamados independientes, continuar filmando. A El pibe cabeza (1974) se le negó el crédito para la realización de la película y la recuperación industrial posterior, a pesar de lo cual el film se pudo finalizar y estrenar. Piedra libre (1976) tampoco tuvo apoyo del Estado, también se finalizó y estrenó y Torre Nilsson continuó trabajando en un nuevo proyecto, interrumpido por su fallecimiento.
La idea de que la trascendencia internacional brindaba independencia con respecto al Estado resulta aún más clara en las trayectorias de Armando Bo y Emilio Vieyra.
La sociedad entre Armando Bo e Isabel Sarli se inicia en 1956 y se extiende hasta 1980 (año en que fallece Bo) y comprende la realización de 27 películas, un promedio de más de una película por año. En un momento económicamente difícil para Sifa, la productora de Bo, éste se lanza a la producción de películas de contenido erótico protagonizadas (y en sociedad con) Isabel Sarli. Un verano con Mónica (Bergman, 1953), había sido estrenada en Argentina en 1956. No era la única película de la época que incluía desnudos. Por caso, el mismo año se estrenó otra película sueca del estilo: Un solo verano de felicidad (Mattson, 1951). Desnudas o vestidas (muchas veces con prendas que eran consideradas desnudos para los defensores de la moral conservadora), la segunda mitad de los cincuenta es la época en que los argentinos conocieron la piel de Anita Ekberg, Brigitte Bardot, Carroll Baker y otras sex symbols de trayectoria más fugaz. Es probable que entre los grandes méritos de Bo que explican el éxito de sus películas estén el estar atento y actualizado con respecto a las novedades del cine erótico (cosa nada sencilla en Argentina, donde el cine erótico generaba tanta resistencia de las autoridades eclesiásticas y estatales) y ser sensible al gusto popular argentino y latinoamericano. Si bien las primeras películas de Isabel Sarli generaban burlas y quejas en la crítica cinematográfica, lo cierto es que eran grandes éxitos de público, que veían en la obra no sólo el interés por el cuerpo de Sarli (y de los galanes masculinos) sino también por la forma en que la trama combinaba un relato que permitía identificarse con los personajes junto a paisajes impactantes y música atractiva. En la época, no todos rechazaron su obra. Rodolfo Kuhn, por caso, fue un gran defensor del cine de Bo y Sarli, justamente a causa de su capacidad para captar la sensibilidad del público. Kuhn se refiere al cine de Bo como “pornografía moralista”.
India es un ejemplo interesante también de las apuestas estéticas del cine de Bo, poco reconocidas en la época. Filmada en la selva misionera, los indios de la tribu son realmente nativos maká y la película está mayormente hablada en guaraní. Lo que en otro director hubiera sido catalogado, desde una mirada reduccionista, como una arriesgada experiencia de tintes neorrealistas (filmación en locaciones reales, protagonizada por no actores) en Bo fue recibido como pornografía barata. Quizás no sea una calificación del todo injusta, dado que efectivamente son películas que giran alrededor de la explotación de un cuerpo femenino. Pero esto no debería invisibilizar que son historias que involucran a personajes marginales (hacheros, pescadores, campesinos, prostitutas) infrecuentes en el cine de la época, presentados de manera de buscar la identificación del público con ellos.
Desde la primera película protagonizada por Sarli, Bo realizó casi todos sus films en coproducción con capitales extranjeros. De esta manera se aseguraba financiación y mercados para explotar la película, lo que lo independizaba parcialmente de los condicionamientos del Estado. La distribución en el exterior de las películas dará lugar a la fórmula “No sex enough”: en países con censuras más liberales, los distribuidores exigían más sexo en las películas. Una estrategia para satisfacer esta demanda fue la de agregar escenas de sexo para distribuir en esos países, o rodar dos veces la misma escena, con y sin desnudos. A partir de La leona (Bo, 1964), Columbia comenzará a financiar varios de los films, a partir de adelantos de dinero en concepto de derechos de distribución. Las películas comienzan a incluir contenidos más fuertes como relaciones incestuosas, ninfomanía, homosexualidad masculina y femenina, desnudos masculinos, zoofilia, masoquismo.
La censura comenzó a tratar cada vez con mayor dureza sus películas. Entre 1968 y 1970, fue prohibida la exhibición de cuatro de sus películas (Fuego, Fiebre, Éxtasis tropical y Embrujada). En la medida en que el cine de Bo se fue ajustando a (o dependiendo de) las exigencias internacionales, se fue independizando cada vez más de las exigencias locales.
A mediados de la década del ‘60, Emilio Vieyra también dirigía financiado por empresas norteamericanas. Vieyra realizó una seguidilla de películas que mezclaban historias de terror cargadas de sexo. La mayoría de estas películas fueron realizadas teniendo en cuenta que a nivel local no había mercado para ellas (o en rigor, podía existir un gran interés del público, pero no había ninguna posibilidad de lograr su exhibición) y de hecho fueron estrenadas en Argentina varios años después de su realización. De hecho, más allá de una definición institucional, es relativa la asignación de la nacionalidad argentina para estas películas: por caso, a La venganza del sexo se le agregaron 17 minutos de desnudos en Estados Unidos, en los que los realizadores argentinos no tuvieron nada que ver, pero que terminaron formando parte de la copia que se estrenó finalmente en el país en 1971. Más allá de realizadores y capitales, estas películas remiten mucho más a la tradición de cierto cine de género clase B norteamericano que a lo que se estaba haciendo en Argentina en ese momento.
De manera similar a lo sucedido con Bo, Vieyra consiguió una independencia absoluta del Estado que le permitió hacer un cine que parecía imposible en la Argentina de Onganía. Esa independencia no era absoluta porque tenía como costo depender de empresas extranjeras. Pero los dos casos demuestran que la pretensión de independencia en la época chocaba contra la necesidad de financiamiento de las realizaciones, ya sea que se recurriera a empresarios extranjeros o al Estado.
A grandes rasgos, en la segunda mitad de la década del 50 y la primera de la del 60 encontramos en el ámbito del cine más comercial una fuerte reiteración de formulas ya probadas, que el propio sistema de fomento estatal promovía. Pero la industria cinematográfica no era únicamente el lugar de la reproducción automática de éxitos garantizados. También encontramos películas que se atreven a tomar desafíos en el abordaje de nuevos temas y en el reto abierto a la censura, a partir de la reflexión sobre las capacidades de expresión del lenguaje cinematográfico y el debate sobre los usos sociales del cine. Por su parte, los nuevos realizadores que irrumpieron en el largometraje a fines de los 50, fueron quienes le imprimieron mayor fuerza a la idea de realizar un cine renovador que recuperara la inspiración que aportaban las nuevas corrientes extranjeras. Sin embargo, el común denominador de los dos grupos fue su fuerte dependencia del Estado. A partir de mediados de la década del ‘60 habrá cambios importantes con respecto a esta cuestión.
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| Año 2 | N° 7 | 2012 Industria, arte y política: La modernidad cinematográfica en Argentina (1955-1976)
Primera parte : estado, industria y vanguardia Fernando Ramírez Llorens
ReHiMe | Red de Historia de los Medios
CABA | Argentina | 2012
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Fiesta en Sumamao, realizada en 1961 por el Instituto Cinematográfico de la UBA (ICUBA), con dirección de Aldo Persano, guión de Rodolfo Alonso sobre texto original de Bernardo Canal Feijoo y locución de Juan Carlos Gené.
Pajarito Gómez es una ácida crítica a la industria de la música que fue bien recibida por el público especializado y cosechó varios premios, entre ellos el del INC. En cambio Ufa con el sexo, realizada cuatro años más tarde, fue prohibida por completo durante ocho años. Esto se explica en parte por la acidez con que la segunda película hace humor cruzando a la Iglesia católica y al sexo. Pero también porque luego del golpe de estado de 1966 el Estado obtura (con algunas excepciones) el impulso modernizador que la cinematografía experimentó en la primera mitad de la década.
Fragmento de Ufa con el sexo de Rodolfo Kuhn (1968)
“El proceso del cine de Armando es mucho más rico [que el cine pornográfico]. Lo es por su ingenuidad, por su rescate de elementos del viejo radioteatro argentino, y sobre todo por su moralismo, por esa riqueza que le da la simple redención de la mayoría de los personajes de Isabel. Suele ser la pecadora que se redime y vuelve a Dios”.
Kuhn, Rodolfo (1984). Armando Bo, el cine, la pornografía ingenua y otras reflexiones. Buenos Aires: Corregidor.
Trailer de India (Bo, 1960). Isabel es la hija del cacique. A la tribu llega un hombre blanco que oculta ser un peligroso delincuente que busca refugio de la policía. El sacerdote de la tribu recibe mensajes de los espíritus de que el forastero es de confianza, por lo que el cacique decide compartir con él el secreto de un inmenso tesoro escondido por la tribu (¡!). “Viruta”, el delincuente, intenta robarlo, pero es descubierto por Ansisé (Sarli), quien lo muerde hasta sangrar para eliminar la maldad de su cuerpo. El hombre blanco se vuelve entonces bueno y se enamora de Ansisé, quien lo elige para casarse con ella. Esto desatará otras pasiones que se resolverán también a favor del amor y del bien.
Fragmento del documental Carne sobre carne (Curubeto, 2007) donde se presentan dos versiones de una escena de La señora del intendente (Bo, 1967) con y sin desnudos.