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DOSSIER | 03 | Jorge B. Rivera
LECTURAS Y TESTIMONIOS | ALEJANDRA LAERA
 
 
 
 
 
Jorge B. Rivera.
Por una historia menor de la literatura
 
 
Diarios viejos, revistas, memorias ignotas, fragmentos autobiográficos, cartas de letra confusa. No fueron sino materiales dispersos provenientes en su mayor parte de archivos periodísticos y de documentos personales los que supo buscar Jorge Rivera para mostrar por medio de su lectura el lado omitido del canon y de la vida literaria. Materiales dispersos y misceláneos, de hecho, que sólo una lectura sensible a lo menor puede captar y ordenar otorgándoles un sentido. Porque lo menor también reside en la investigación y en sus fuentes. Quiero decir: no únicamente en esa literatura que una minoría hace en una lengua mayor socavando a la gran literatura, como nos lo enseñaron Deleuze y Guattari en su revelador Kafka por una literatura menor (1975)1, sino que también puede pensarse en relación con la tarea crítica y el tipo de fuentes de las que se vale.
 
No me estoy refiriendo, como puede verse, al interés por los llamados “géneros menores”, como el artículo periodístico o el diario íntimo, que así leídos parecen justificar su propia calificación y la ubicación marginal que les ha tocado. Jorge Rivera ha tenido un interés indudable en esos géneros, pero lo que quiero destacar en cambio es el hecho de que la noción de lo menor funciona en la construcción de los corpus de lectura y como modo de leer. Se lee –Rivera leyó- el folletín y la novela popular, las notas de Quiroga o las memorias de Gálvez y la profesionalización del escritor, las encuestas periodísticas o los catálogos editoriales y la crisis del libro.
 
La noción de lo menor, en la crítica literaria, sobrevuela ya no el territorio de la lingüística sino el de la sociología. Y si bien en ese desplazamiento abandona toda sofisticación teórica, es allí donde la tarea solitaria del crítico se articula con lo político y donde lo individual se encuentra con lo colectivo. Allí donde el canon, la literatura institucionalizada, deja de importar como tal, y allí donde el escritor no interesa por su estilo sino por las condiciones que hacen posible su escritura. Lo político y lo colectivo ingresan a los estudios literarios cuando, en determinados contextos, el investigador se aparta de la gran literatura y de la figura consagrada de autor para atender a ciertos materiales misceláneos habitualmente relegados, que ofrecen una historia literaria diferente o alternativa a la oficial, con nuevos episodios y con nuevos principios explicativos.
 
Por todo esto, creo que una aproximación a la labor crítica de Jorge Rivera reclama pensar la productividad de lo menor en terrenos que no son estrictamente los de la literatura y hacerlo no como un mero calificativo de las fuentes, sino en el marco de las condiciones y circunstancias en que esas fuentes pudieron ser recuperadas, leídas y puestas en juego en el campo cultural.
 
Desde sus inicios como crítico literario, a fines de la década del 60, pueden detectarse dos movimientos, en principios complementarios, en las elecciones de Rivera: uno se aleja del canon y se acerca a la literatura popular, y el otro se desentiende de la imagen pública de autor y explora las bases materiales de su construcción como escritor. Sus dos primeros libros, de 1967 y 1968, ponen en evidencia ese doble interés: a la publicación de Eduardo Gutiérrez, donde narra a grandes rasgos la biografía del autor de Juan Moreira y da cuenta del tipo de literatura folletinesca que lo caracterizó, le sigue El folletín y la novela popular, cuya historización del género sirve, de algún modo, como marco universal a la inflexión local producida por Gutiérrez. Con este posicionamiento crítico, que combina literatura y sociedad así como géneros y escritores, Rivera ya traza el camino que seguirá hasta el final de su carrera, si bien desde finales de los 80 la perspectiva no se la impone tanto la literatura como lo harán los medios masivos de comunicación.
 
Iniciarse en el campo de la crítica con estudios sobre Eduardo Gutiérrez y sobre la novela popular supone claramente tomar distancia respecto de formas y nombres consagrados y contribuir a los intentos por revolucionar el canon a los que dio lugar la década del 60 en la Argentina, aprovechando el boom editorial iniciado en la década anterior, los nuevos y modernos lectores, los renovados valores y estilos de vida. Por eso, más allá de la coherencia crítica de Rivera, ambos libros no pueden entenderse sin tener en cuenta su espacio de publicación: el Centro Editor de América latina. Mientras el estudio sobre el folletín integró una serie de fascículos relativamente breves de temática cultural tan diversa como novedosa, la biografía de Gutiérrez fue el segundo volumen de la serie Enciclopedia de la literatura argentina que alternaba la presentación de escuelas, géneros, autores y obras que o bien estaban previamente legitimadas o bien resultaban ya conocidas con otras que no lo eran. Llamativamente y con una dirección clara desde el vamos, la “enciclopedia” del Ceal empezaba con un libro sobre las fuentes para estudiar la literatura argentina y seguía con sendos libros sobre Eduardo Gutiérrez y Fray Mocho. ¿Dónde estudiar, entonces, la literatura argentina? Sin duda, en los periódicos.
 
 
 
 
Rivera se hizo cargo de la apuesta y con todo el material periodístico a cuestas se enfrentó con un nombre de escritor poco valorado y con la treintena de folletines que había escrito. Casi todo ese trabajo reaparece, fusionado en buena medida con el libro sobre folletín y novela popular, en el fascículo El folletín. Eduardo Gutiérrez de Capítulo, la Historia de la Literatura Argentina del Centro Editor, cuando sale su segunda edición entre 1979 y 1982. Como si la historia de la literatura, que no había incluido a Gutiérrez en su primera publicación, iniciada en 1967, pudiera absorber, diez años después, una zona de la enciclopedia. Esa incorporación muestra en parte la eficacia, lenta pero persistente, de un proyecto iniciado por Eudeba, la editorial de la Universidad de Buenos Aires creada por el frondicismo a comienzos de los 60, con el cual se buscaba, como bien señala Fernando Degiovanni, “la eliminación de las formas jerarquizantes de capital cultural”. El año 1960 inaugura un importante período de recomposición del canon que dura diez años y que conlleva una transformación –según Degiovanni en su análisis de las formaciones canónicas en la Argentina- “no sólo de los nombres y títulos considerados como referentes del capital cultural hasta entonces, sino también de los usos que debería otorgarse a los discursos del pasado”.2 De hecho, Juan Moreira de Eduardo Gutiérrez había formado parte de la Serie del Siglo y Medio de Eudeba en 1961, cuando se publicó con un prólogo de Bernardo Verbitsky (escritor procedente de una camada más tradicional entre los que participaron del proyecto), pasando así de las filas de las ediciones populares de Maucci a fin de siglo o de Juan Carlos Rovira en los años 30 a una edición de corte masivo legitimada por la academia.
 
El gesto, enfatizado con la publicación de los Croquis y siluetas militares de Gutiérrez, es elocuente, y pone en evidencia el tipo de formación de los jóvenes estudiantes y profesores de los años 60 que se incorporan a finales de la década al proyecto del Centro Editor de América latina, dirigido por Boris Spivacow, una vez frustradas las expectativas puesta en Eudeba a causa, sobre todo, de la intervención del gobierno militar.
 
Ese contexto, sin embargo, no sólo es para Rivera el de formación intelectual y el que le ofrece un lugar de iniciación profesional, sino que –a diferencia de lo sucedido con otros críticos que participaron de Eudeba y del Centro Editor- él opta definitivamente por el camino que conduce hacia las formas populares y encara su relevamiento y puesta en circulación. El gesto sesentista de desjerarquización y relegitimación, que se hace desde una posición que cruza, por motivos tanto personales como políticos, el criterio académico con la convicción de una literatura “al alcance del lector interesado” –como reza la contratapa de la Enciclopedia de la literatura argentina del CEAL- termina siendo inherente a Rivera y su perspectiva crítica.
 
Pero ¿qué es exactamente lo que resulta atractivo, por entonces, de Eduardo Gutiérrez y sus folletines? ¿Qué, por encima de la mera exhumación de diarios viejos y del rescate de folletos o libros malamente editados entre los 80 y las primeras décadas del siglo? El vínculo entre un tipo de escritor periodista y una forma narrativa folletinesca vienen a dar una respuesta inmejorable, a la vez, a la cuestión de la literatura popular y a la pregunta por las condiciones de posibilidad material de la escritura, temas ambos que contribuyen a la expansión del concepto de literatura y a la desmitificación de la figura de autor propia de esos años. Más todavía: Gutiérrez y sus folletines populares permiten encontrarle, como no ocurre en el campo más conocido de la cultura letrada, un nuevo origen, de corte popular y material, a los problemas de la literatura y del escritor que siguen siendo acuciantes en el siglo XX.
 
Por la misma época, la búsqueda de los orígenes también alentaba el libro de Rivera sobre la primitiva literatura gauchesca, donde se ponía en evidencia un modo innovador de correr a Martín Fierro del canon para devolverlo a una tradición más compleja que la puramente independentista (para la cual la gauchesca habría empezado con los cielitos de Bartolomé Hidalgo en la década de 1810) y cuyos inicios se remontaban a los tiempos de la colonia en el contexto de los enfrentamientos entre españoles y portugueses por las tierras que luego corresponderían a la Banda Oriental. Acompañado de un prólogo explicativo que permite imaginar el proceso de investigación, el libro reproduce esa “primitiva” literatura poniendo al alcance del lector fuentes hasta el momento no solo inhallables sino desconocidas. Pero lo que resuelve el par formado por la biografía de Gutiérrez y los estudios sobre folletín va más allá de los problemas de la literatura popular en el siglo XIX, evidentemente condensados en la gauchesca, porque es la punta de lanza para avanzar en el siglo XX e incursionar en la cultura vinculada con los medios masivos de comunicación. Lejos de la cultura letrada, del libro y la biblioteca como signo de distinción, esta suerte de historia de la literatura y del escritor, que incluye lo popular y lo material, menciona los diarios, el papel, la tinta, las tiradas, los pagos, el trabajo, recurriendo a la prensa, las cartas y las memorias. Y encima, lo hace mientras habla no solo de literatura sino que alude también a la historia y la realidad ya que, aunque Rivera no se detiene en ello ni avanza en esa línea, aclara que las historias narradas por Gutiérrez en los folletines son historias reales.
 
 
 
 
Iniciado en la literatura pero sin dedicarse tanto a la la lectura de los textos como a sus soportes y contextos, Rivera privilegió cada vez más la mirada sociológica e incorporó otro tipo de textos –aquellos considerados no literarios- como fuentes en las que recabar información. Complementariamente, también, avanzó en las investigaciónes sobre los fundamentos materiales de la actividad del escritor. Su participación en la reedición de Capítulo de comienzos de los 80, que abre, como dije, con El folletín. Eduardo Gutiérrez, se continúa con una serie de fascículos que forman en sí mismos una breve historia de la profesión del escritor y del libro entre 1810 y 1970: El escritor y la industria cultural. El camino hacia la profesionalización (1810-1900), La forja del escritor profesional (1900-1930). El escritor y los nuevos medios masivos, El auge de la industria cultural (1930-1955) y Apogeo y crisis de la industria del libro (1955-1970).
Si se presta atención a la variación de los títulos, es notable cómo indican el cambio fundamental que va de la importancia de la figura de autor al protagonismo de una industria cultural que, si bien nunca llega a subsumir a los autores más importantes, neutraliza o iguala a la mayoría.
 
Ese tipo de observaciones le debemos a la intensa labor de investigación de Jorge Rivera. No una lectura menuda de los textos ni una teorización sobre las transformaciones del campo cultural, pero sí la generosa exhibición de las fuentes, de información nueva y reveladora. La exposición, en Rivera, como un modo de organizar la historia literaria, como materia prima de otros relatos o análisis. En ese punto, es donde se potencia la importancia irreductible de lo menor como misión del investigador. Sin lo menor, que sólo ciertos contextos incitan a descubrir, no habría cambiado el canon, no se habrían redefinido los valores, tampoco se habría vuelto a contar la historia de la literatura como se ha hecho en los últimos años. Lo menor es requisito de una política de la crítica cultural que asume un interés colectivo, y que Rivera dejó allí, a disposición de todos, para construir nuevas hipótesis y discutir viejos argumentos.
 
 

 

 
Notas  

1 Gilles Deleuze y Felix Guattari, Kafka por una literatura menor (1975), México, Era, 1978.

 

2 Fernando Degiovanni, “Revoluciones textuales: formación canónica y conmemoración política en Argentina”, en Graciela Batticuore y Sandra Gayol (comps.), Tres momentos de la cultura argentina: 1810-1910-2010, Buenos Aires, Universidad de General Samiento-Prometeo, 2011.

 
   
 
 
 

 


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